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No volverás a delinquir

  • patricia13g
  • 12 jun 2017
  • 3 Min. de lectura

En el primer tema, de la primera clase, del primer curso de derecho, siempre se dice que su objetivo es la ordenación de la vida en sociedad. Esto ocurre en todos los ámbitos, pero vamos a analizar el penal, que es donde están en juego los derechos más fundamentales.

Está claro que para asegurar la convivencia social debe haber seguridad, ausencia de delitos, y para ello, desde las primeras civilizaciones se han construido diferentes conjuntos de normas y penas que aseguren su cumplimiento.

En las exposiciones doctrinales sobre el objetivo de la pena se suele distinguir las llamadas teorías absolutas de la pena y las teorías relativas de la pena. El criterio de esta distinción radica en que mientras las primeras ven la pena como un fin en sí misma, las segundas la vinculan a necesidades de carácter social. Aquí nos enfocaremos en esta última.

Podemos distinguir como subcategoria la teoría de la prevención general, que habla precisamente del efecto que una pena tiene en la sociedad. En su vertiente positiva, se produce un refuerzo en el sistema en general, una convicción de intangibilidad en los bienes jurídicos. Se trata sin duda de una excelente forma de ir modelando la opinión y moral social.

También la prevención general tiene una vertiente negativa. Indica ésta una amenaza que se realiza a la ciudadanía, una intimidación para evitar que se cometan delitos.

Sigamos teorizando y analizamos ahora la teoría de la prevención especial, siendo ésta también una teoría relativa. En este caso nos dirigimos hacia el delincuente. Tratamos de resociabilizar a aquel individuo que ya ha delinquido. El Estado actúa como un padre preocupado por su hijo, y, como todos los padres, a veces se equivoca y va cambiando de parecer guiado por la experiencia.

Puestos ya en contexto vamos a reflexionar sobre un momento histórico concreto en el que la prevención se llevó a los extremos. Pensemos antes, como en el mundo occidental damos por hecho que somos individuos sujetos de derechos y libertades, y más allá de lo que dicte la ley, hemos creado un límite infranqueable, socialmente aceptado, que protege nuestra vida y nuestra integridad. Pues bien, esto no siempre ha sido así, (no solo cuando cambia el factor tiempo, también el de espacio, pensemos en la sharia o ley del islam), concretamente vamos a viajar a la Inglaterra de los siglos XVIII, XIX.

En 1815 se dictó lo que se llamó, el "código sangriento", en el cual, 225 delitos aparecían castigados con la pena de muerte. Ante la inexistencia de la policía, que se crearía en 1829, se pensó que el mejor método de prevención general sería endurecer las penas.

La ejecuciones se convirtieron en actos públicos, una vez más para conseguir ese efecto disuasorio.


La barbarie aumenta cuando consideramos que los menores delincuentes sufrían la misma suerte. El 28 de septiembre de 1708, dos niños de 7 y 11 años, Michael Hammond y su hermana Ann, fueron acusados de robo y ahorcados.

Y no solo por robo, la muerte se aseguraba también en delitos como talar árboles jóvenes, robar el equivalente a cinco chelines (poco más de 30 € hoy en día), ir de noche con la cara ennegrecida o tapada (ya que se asumía que era un ladrón), robar correspondencia, deteriorar una carretera pública, etc.

Según documentos tomados de los Archivos Nacionales, en 1874, un tal John Walker, fue condenado a siete años de trabajos forzados… por robar unas cebollas. Y en 1791, Sarah Douglas, una mujer de 63 años, fue condenada al exilio durante 7 años por robar un mantel.

“Las personas que cometen crímenes son pecadores, perezosos o codiciosos y no merecen misericordia”

(1802, Edward Law, Presidente del Tribunal Supremo de Inglaterra)

Los juicios por esta clase de delitos solían durar unos pocos minutos, y en muchos casos no había oportunidad para que la defensa presentara sus argumentos.

Como siempre, era más fácil si los acusados eran ricos. Se podían permitir una representación legal adecuada y podían “conseguir” testigos a su favor.

Por suerte, Jueces y jurados comenzaron a darse cuenta de que los castigos eran demasiado severos para los delincuentes, por lo que comenzaron a dictar muchas menos sentencias de muerte y a aplicar otro tipo de castigos como la deportación a la colonias de América y Australia.

En 1861 los delitos capitales se redujeron a cinco y finalmente, en 1998, fue abolida totalmente la pena de muerte en Inglaterra.

Casos como estos dan mucho que pensar. Como evolucionamos como especie, como cambian los conceptos del bien y el mal, como valoramos la vida, como desterramos de la sociedad a los que no se adaptan a las normas que la mayoría acepta

...como no hay una verdad, un único camino que nos asegure la perfecta convivencia social que añoramos.

Parece que los juristas tendremos trabajo por mucho tiempo...


 
 
 

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